Echando la vista atrás, me doy cuenta de que Dios me ha protegido de infinidad de peligros. Peligros que vienen de uno mismo, de otros y, finalmente, del mismo demonio directamente.
Dios protege a todos sus hijos. Pero, sin ninguna duda, tengo la certeza de la protección de la que he sido objeto. La soberbia, mis imprudencias, mi propio pecado hubieran bastado para corromperme, endurecerme frente a la obediencia, para cambiar mi carácter a peor, como primer paso a cambios más profundos. Dios me ha defendido de mí mismo.
Después está el demonio. ¿Qué cosas hubiera podido hacerme sin intermediarios de haberme faltado esa protección invisible? Solo Dios lo sabe. De esto poco puedo decir. Solo en el cielo lo sabremos.
Por último, queda la acción de los humanos. Hoy celebraré una misa en acción de gracias en un convento, con dos personas presentes, una misa lenta, meditando cada rito, cada plegaria, para agradecer que Dios me libra, que Dios me protege frente a las acciones de los malvados. Dios libra y (a veces) avisa. Dios protege mi vida. Sí, Dios avisa.
La espada de los malvados quería clavarse en mí, pero hoy seguiré viviendo, porque así me lo ha concedido Dios, a pesar de no merecerlo yo para nada. Dios es Todopoderoso y lo que quiere lo hace. Por eso hay que ir al que está sentado entre querubines. Porque si el Todopoderoso está contento, es in-di-fe-ren-te lo que hagan los inicuos.
Ellos urden planes. Ellos preparan la espada. Pero basta un ?no? del que está en el Trono, para que todo quede en nada. Qué poca fe tenemos los humanos: Dios, Dios y solo Dios.